EL JARRÓN DE LAS FLORES
El otro día, me fijé en el jarrón que ponemos en las celebraciones y convivencias. Delante de la cruz, lleno de flores variadas, según la temporada y los tiempos litúrgicos. Muchas, durante el tiempo ordinario, y escasas, en Adviento y Cuaresma.
Y recordé que ese jarro era mío, un regalo, que ni siquiera sé quién me regaló, ni cuándo.
Un día, en la comunidad, nos dimos cuenta, bueno, quien se encarga de comprar las flores para las celebraciones fue quien realmente se dio cuenta, que el jarrón que estábamos usando era pequeño y sin base, por lo que en algunas ocasiones, se caía. Las flores al suelo y, lo que es peor, el agua, se derramaba, mojando la alfombra.
Y se pensó en comprar uno mejor. Y ahí es cuando me acordé del mío, que estaba guardado y sin usar. Lo ofrecí, lo vieron y les gustó. No se ha caído ni una sola vez, pues tiene una buena base.
Pero no era mi intención hablar de mi jarrón. Lo que me interesa es descubrir el sentido que tiene para mí.
Al mirarlo, pensé que así me gustaría ser a mí, como aquel jarro, siempre lleno de bellas flores para Cristo y al pie de la Cruz.
¡Qué suerte tiene mi jarrón!
Si pudiera escuchar, un derroche de Palabra, Palabra de Vida Eterna.
Si se pudiera mover, queriendo estar lo más cerca posible de la Cruz, siempre.
Si pudiera oler, la fragancia de Cristo, en la Consagración.
Si pudiera ver, …, ¡ay, si pudiera ver! En eso no le envidio, porque yo sí puedo ver, gracias a Dios; yo puedo sentir, experimentar, recibir, …, y si me dejo hacer por el Espíritu Santo, algún día también podré dar.
En la celebración de la Eucaristía, yo sí que salgo renovada, cuando él se queda igual que estaba.
Desde el comienzo, Cristo está ahí. Me recibe, me invita a pedir perdón a Dios por mis pecados; me da una Palabra, que estaba necesitando.
Y, poco a poco, me va llevando al momento culminante. Llega el momento de la Consagración.
Cristo, en la persona del sacerdote, eleva el Pan, su misma carne.
“Tomad y comed todos de Él, porque Éste es mi Cuerpo, que es entregado por vosotros”
Y Cristo, un guiñapo humano, crucificado, desde la Cruz, se entrega por mí, por mis miserias, por mis ansias, por mi falta de Amor.
Y yo lo miro, y no soy digna de que entre en mí, en mi pobre cuerpo pecador. Pero Él desea hacerlo, ¡me quiere tanto …!
Y sé que es “el Pan de cada día”, que Dios me da. Es la fuerza que me ayuda a vivir, que se deshace en mí, para que yo pueda deshacerme por los demás.
Es el alimento de la Vida, el alimento de la Verdad, el alimento del Amor.
Y lo miro, y mi alma se estremece. ¿Valió la pena, Cristo hermano, que sufrieras tanto por mí? Y Tú, no lo piensas, sigues muriendo por mí y me dejas que te vea sufriente.
Así me quieres y así deseo quererte. Como decía un santo, “de carne y hueso”, tan cercano, en mí. Te dejas triturar por mis muelas, para que descubra cómo es el Amor, para que tenga la fuerza de cumplir la misión que Dios me regala. Sí, dejarme triturar, que no hay mayor Amor.
Y luego, la Copa, llena de Tu Sangre. Sangre y agua, porque desde la Cruz derramas en mi Tu Sangre con el agua.
El soldado traspasó Tu costado, y en las manos del sacerdote, Cristo crucificado, dejas que caigan juntas la sangre y el agua.
Caen en abundancia el Amor y la Vida, la Eucaristía y el Bautismo. Y yo quiero que ambas me mojen, me empapen, penetren por todos mis poros.
Deseo que Tu Sangre fluya por mis venas, y que el agua limpie y refresque mi vida, sucia por mis muchos pecados.
Y me miras, Cristo resucitado, y dejas que yo te mire.
“Tomad y bebed todos de Él, porque esta es mi Sangre que se derrama por vosotros”
Sí, no te reservaste ni una gota para ti, me la diste toda. Y toda la mía quieres que derrame yo, por Amor. Y para ello enviaste Tu Santo Espíritu, porque me conoces y sabes lo que soy.
Y me siento indigna completamente, y vuelvo a estremecerme.
Tú me conoces perfectamente, y aún así, no te arrepientes de quererme. ¿Qué más se puede pedir?
Si me diera perfecta cuenta de lo que es poder estar a los pies de Tu Cruz, como ese simple jarrón, del que me desprendí sin esfuerzo, porque no le tenía ningún afecto, mi vida cambiaría radicalmente.
Y ahora, le envidio, pues siempre está a Tu lado.
Padre, que el Espíritu Santo me de la fuerza que no tengo para seguir los pasos de Tu Hijo.
Madre, llévame de la mano, a los pies de la Cruz; y así, juntas, yo pueda beber el Amor y la Pureza de Cristo.
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